«A Gardel no le gustaba el tango». La frase, compadrita y provocadora, no podía venir sino de Jorge Luis Borges, que en su gusto por la polémica afirmaba que a Gardel no le gustaba ni cantar ni bailar tango y le negaba al género prototípico de la música porteña el carácter de popular, vinculando el sentimiento criollo exclusivamente a la guitarra, «que se oía en todos los almacenes de Buenos Aires» y era típica de la milonga.
A Borges le gustaba el tango previo a Contursi y, por lo tanto, tampoco estaba entre los admiradores de Gardel: «Creo que Gardel contribuyó al ablandamiento del tango; Gardel y un instrumento tardío, originario del barrio de La Boca, que fue el bandoneón». Es cierto que los primeros conjuntos no incluían el bandoneón, pero sí la guitarra, junto con flauta y violín. Esa era la primera formación tanguera, como trío, al que eventualmente se podía agregar el piano si estaba disponible en el local. También es cierto, como recordaba Vicente Loduca, que al principio el bandoneón era un instrumento resistido por los músicos de tango, que «se avergonzaban de su aspecto», al que consideraban vulgar o recordaban que había sido un instrumento «de iglesia». Pero para cuando Borges, que había nacido en 1899, pudo haber escuchado algún tango por primera vez, ya había muchos bandoneonistas en Buenos Aires, y ese mismo año debutaba a sus 18 años, en el café El Vasco, de Barracas, el trío de Juan Maglio «Pacho», quizás el primer gran virtuoso del «fueye», con Julián Urdapilleta en violín y Luciano Ríos en guitarra. La incorporación de este instrumento, inventado en Alemania más de medio siglo antes, revolucionó el modo de ejecución.
El entrecortado ritmo rápido, con habituales notas en staccato, fue reemplazado por el arrastre de notas y su ligado, lo que le quitó ese aire compadrito y saltarín de los primeros tangos. «Gardel – decía Borges– unió el drama al tango como si él mismo lo protagonizara, a la manera de un personaje de ópera».
Carlitos no pensaba lo mismo; se consideraba sí intérprete, pero nunca un protagonista de aquellos tangos:
«Con frecuencia me preguntan cómo arreglo o qué camino sigo para componer mis tangos, y en verdad, mi deseo es siempre eludir la respuesta pues temo desilusionar al curioso, ya que muchos creen que para escribir tangos es necesario estar en condiciones lamentables de amargura».
Pese al disgusto manifiesto de Borges por el tango canción y por Gardel, no pudo evitar escribir en 1958:
Aunque la daga hostil o esa otra daga
el tiempo, los perdieron en el fango,
hoy, más allá del tiempo y de la aciaga
muerte, esos muertos viven en el tango.
[…]
Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
los atareados años desafía; hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
menos que la liviana melodía. […]
Tampoco impidió que, a pesar de su enorme racionalidad, se conmoviera cierta vez con la música identitaria de Buenos Aires. Ocurrió en Texas cuando, invitado por la Universidad para dictar una conferencia, visitó en su casa a un amigo paraguayo que le hizo escuchar unos tangos que merecieron la siguiente reflexión de «Georgie»:
«Tocó todos los tangos que aborrezco, realmente: flaca, fané y descangayada… La Cumparsita… Yo me decía qué vergüenza, estos no son tangos; qué horror es esto. Y mientras yo estaba juzgándolos intelectualmente, sentí las lágrimas que estaba llorando yo, de emoción. Es decir, yo condenaba aquello intelectualmente, pero al mismo tiempo aquello me había llegado y yo estaba llorando».
En otro escrito se refirió a Gardel en estos términos: «He conversado con algunos de sus amigos; su obligada condición de profesional que debía ganarse la vida no le impidió ser muy generoso. Bastaba que uno le dijera que andaba necesitado para recibir de su mano un fajo de billetes que él no contaba. Es natural que conociera muchas mujeres. Pude haberlo oído cantar en los cinematógrafos y nunca lo oí; su gloria máxima fue póstuma. Ha tenido muchos imitadores; ninguno, me aseguran, lo iguala. Buenos Aires se siente confesada y reflejada en esa voz de un muerto. La gente lo apoda con afecto el «Busto que sonríe» o, con más gracia, «el Mudo». El primer apodo alude a su monumento, en el cementerio del Oeste, donde llegan homenajes de flores. Días pasados oí decir: ¡Ese Gardel! Cada día canta mejor».
Por su parte, Enrique Cadícamo diría: «Gardel era muy exigente pero también confiaba en el autor. Por ejemplo, en el Negro Flores, que era una garantía. Gardel lo admiraba y yo también. Tenía un lenguaje… «rechiflao en mi tristeza»… Ya lo hubiese querido escribir Borges a eso, que conocía al tango por el agujero de la cerradura».
En lo que tenía razón Borges era en que al comienzo de su carrera, Gardel no era partidario de cantar tangos porque todavía en sus letras –por lo general, apenas un estribillo– llevaban la «marca» de su origen orillero y de las casas non sanctas como para incluirlas en un repertorio apto para públicos teatrales que eran los que a él más le interesaban.
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María