La milonga te enamora: tango, abrazo, promesa de algo nuevo


¿Qué elemento adictivo podría esconder esa danza, ese tango de club social, que la vuelve casi una droga para quienes la bailan? ¿Qué de ese ritual nocturno despierta la necesidad de volver una y otra vez a la pista? Alguna vez escuché que la milonga te envicia y esa frase quedó rebotando en mi cabeza durante mucho tiempo: la milonga te envicia.

Recuerdo la primera vez. Entramos con una amiga al salón de luces tenues. Todo me era desconocido: el mobiliario anticuado, la manera de pararse y mirar, los gestos, la seriedad con que se tomaba el baile. Esa milonga era tan tradicional que los hombres se ubicaban sentados en filas enfrentadas a las de las mujeres. Yo planché. Toda la noche. Percibí que me miraban mucho, pero nadie me sacó a bailar. Después entendí el motivo: mi ropa de-sentonaba, no calzaba zapatos de tango, me había arreglado a conciencia pero no llevaba taquitos y eso fue determinante.

Los señores lo primero que hacían era mirarte los pies. Por lo menos en esa época, la presencia y la vestimenta hacían al fondo de la cuestión.

Esa noche no bailé, y me quedé con las ganas. Volvimos con mi amiga a la semana siguiente. Cuidé el detalle y fui vestida y calzada para la ocasión. Los hombres se fijaron en eso y, sin palabras, me llevaron a la pista.

De a poco fui captando el sentido de algunos códigos básicos en la milonga. Primero la mirada invitadora y sostenida de los varones. Luego el cabeceo, un suave movimiento que sugiere ir a la pista. La mujer devuelve el guiño con una sonrisa, si acepta la invitación. Llega entonces el abrazo y ahí se ve si los cuerpos se entienden en el baile. El tiempo para saberlo lo marcan las tandas, compuestas por cuatro tangos, seguidos de un separador, en el que las parejas tienen unos minutos para charlar y conocerse, o sencillamente cambiar de compañero. Nadie se ofende si el otro quiere cambiar de pareja porque en ese breve lapso de cuatro temas es fácil darse cuenta si hay química o no.

Puede ocurrir que uno de los dos quede enganchado, pero prima la cortesía, el agradecimiento, con amabilidad y respeto, se le dice al otro “Bailamos de nuevo más tarde”.

Había llegado a la milonga por invitación y la insistencia de amigos. No sabía nada, ni me interesaba; el tango me parecía una música antigua, pasada de moda. Yo era rockera; no miraba atrás (o eso creía). Sin embargo, fue entrando de a poco en mi vida. Y aprendí todo desde cero: supe que la milonga es el lugar donde uno va a bailar –tango esencialmente– pero también un ritmo en sí mismo, vivo y ligero. Los dos me tentaron y como mujer curiosa e inquieta, decidí tomar unas clases para ver de qué se trataba. Así me familiaricé con orquestas y cantores, y al cabo de un tiempo supe que debía pasar la prueba más difícil: probarme en la pista.

Al principio, yo bailaba muy nerviosa, no me salían los pasos, temblaba, y los compañeros a veces se ponían exigentes, dándome indicaciones que no alcanzaba a responder o seguía mal. Tenía que recodar que en la pista no se circula a piacere: siempre es en contra de las agujas del reloj, si no todo sería caótico, lleno de choques y pisotones. Por esto o por aquello, no me sentí cómoda, no conseguía relajarme. Pensaba demasiado en los pasos para no equivocarme: primero un ocho, una apertura, un paso, un giro; nunca lograba unirlos todos y armar una coreografía , una secuencia. Y eso se nota. Los movimientos controlados revelan que no se disfruta del baile. Lo cierto es que estaba muy vergonzosa, no me animaba a mirar a los ojos y en esas circunstancias, la mirada es fundamental para establecer contacto con el otro. Entonces, abandoné. A lo largo de quince años dejé y retomé varias veces el tango, aunque creo que nunca me fui del todo, y cada vez que volví, lo hice desde otro lado y por distintas razones.

Con el tiempo armé un grupito de amigos con los que tomamos clases y últimamente regresé de manera sostenida, diría apasionada , y con ganas de quedarme por largo rato. Si no lo hacemos durante la semana, es seguro que vamos los domingos, lo que nos resuelve el bajón de esa hora en que la opción es meterse en la cama y apurar el lunes. Saber que ese día vas a ir a la milonga ya te cambia el panorama. Es como la promesa de algo nuevo, porque se vive de manera distinta cada vez.

La milonga te envicia: ahí descubrís un mundo rico y lleno de emociones, es casi terapéutico. Yo lo tomé como un desafío personal. Mejoró mi capacidad para relacionarme. Me permitió reencontrarme con mi lado más femenino, que no es sólo el taquito y la pollerita.

Noté que recuperaba la sensualidad.

Al principio sentía que me enamoraba de cada compañero, cada tango un amor. Luego entendí que me seducía la danza en sí misma y, ahora, me enamoro de unos pocos.

Los romances de milonga duran lo que dura una flor (¡Osvaldo Fresedo me lo recuerda muy seguido!). Claro que, como en la vida, algunas relaciones dan para seguir y continúan en un espacio más íntimo aunque conozco pocas parejas estables que se hayan formado en las pistas. Más allá del amor, es muy lindo cuando uno encuentra un compañero de baile con quien haya energías parecidas, aprender de a dos y probar pasitos nuevos. Aunque –una de cal y una de arena– también es lindo encontrar otros abrazos.

Pero los solitarios pueden seguir siéndolo; muchísima gente sale a bailar y vuelve a su mesa sola una y otra vez. Lo cierto es que para la mayoría supone una expectativa y probablemente la milonga represente el gran acontecimiento de toda la semana.

Para mí también. Hay, incluso, un momento de disfrute previo a la milonga. Mientras en casa suena la orquesta de Fresedo, voy eligiendo la ropa y los zapatos que llevaré, me arreglo el pelo, unas gotas de perfume en el cuello y ya empiezo a palpitar la noche. Llego a la milonga y mi corazón late más fuerte, me siento feliz. Los problemas del día y el estrés quedan afuera. La noche promete aventura y nuevos encuentros. Recorro el salón a media luz y busco la mesa de los amigos. Suena Di Sarli, y a lo lejos veo una sonrisa masculina, invitándome a la pista. Acepto.

Es un momento hermoso, ese de mirarse profundamente a los ojos, antes del abrazo, para luego perderse en él y dejarse llevar.

El tango te provoca: es un aprendizaje constante, y el abrazo con cada pareja, una nueva experiencia, el encuentro entre dos seres que al compás de la música se conectan, crean un espacio propio, un pedacito de mundo que antes no existía.

Una vez que el tango te hechiza, esperás con ansias que llegue el fin de semana. Un buen día me di cuenta de que llevaba los zapatos conmigo a todas partes. Quién sabía dónde y cuándo podía surgir alguna movida tanguera. A veces vas a una clase o simplemente te dan ganas de despuntar el vicio, por un ratito nomás. Al principio solía ir varias veces por semana y me quedaba cuatro o cinco horas, hasta tardísimo. Me embriagaba la música, el ambiente, la energía que se genera ahí adentro, el abrazo, el baile, el encuentro inesperado.

Es un universo donde lo sensorial gana: los cuerpos que se desdibujan en el contraluz, los colores, los brillos de las lentejuelas y el zapato como fetiche.

Hasta tal punto fue así, que un buen día llegué a mi casa y no había nada en la heladera porque del trabajo me iba a bailar, o me acostaba a cualquier hora y levantarme al día siguiente se me hacía imposible. Cuando se entra en ese mundo, hay un momento atrapante, donde una queda absorbida por esa vida y es lo único que importa. Luego, el furor pasa y se vuelve a las rutinas cotidianas como si aquello hubiera sido un grato paréntesis o un ensueño.

En materia de milongas, hay que probar varias para saber en cuáles una se siente mejor. Las hay tradicionales, con exigencias y códigos precisos. Y las hay muy relajadas, donde la pista es más libre.

Lo importante es pasarla bien. La milonga también te envicia porque te brinda sensación de pertenencia. A mí me gustan las más bohemias donde nadie se escandaliza si suena un tango electrónico. Y donde cada vez es más frecuente ver parejas de hombres o de mujeres, cambiando de roles en la pista. Esto hace años era impensable.

A unos y a otros les gusta llevar y ser llevados porque son dos experiencias distintas de las que está bien no privarse. A muchos de los que bailamos nos atrae esa posibilidad porque nos obliga a aprender todo de nuevo, como una coreografía diferente. Para llevar hay que espejarse, pasar del otro lado. El tango permite eso, es una exploración continua. En esta época no resulta extraño ver en las pistas un barbudo con taquitos rosa, ubicando el pie en punta de manera impecable.

También me atraen los circuitos de las milongas callejeras, como que ciudad y música se encuentran en un espacio de todos. Hay una gran movida por descubrir –gratis, además– de bailes en parques, centros culturales de barrio, salones y clubes de los que parecen no quedar, pero que hay. Y me atraen las antiguas que de tanto en tanto te regalan una noche con discos de pasta, como Los Laureles. Y las otras, en las que se ha hecho común, por ejemplo, que las damas inviten a la pista. Recuerdo que una vez, bailando con una amiga, un señor mayor pasó a nuestro lado y dijo despectivamente: “¡Pan con pan!”. Todavía subsiste cierta mirada prejuiciosa y machista en el ambiente. Yo la sufrí: una noche, un señor me sacó a bailar y no paraba de darme órdenes: “caminá, hacé tal paso”.

Percibí mala onda en el trato. Me dije que no lo iba a tolerarporque a la milonga iba a disfrutar y ese hombre me estaba torturando. Me separé de él al segundo tango y le dije “Gracias”. El empezó a gritar indignado en mitad de la pista; yo agarré mis cosas y me fui. Fue una escena dramática. Jamás volví a pisar ese lugar. En eso soy muy perceptiva, en cuanto siento una mala energía, agradezco y me retiro. Pero la mayoría de las veces la gente grande se brinda, amorosa, le gusta explicar, compartir información sobre el tango. No lo decimos con palabras pero establecemos una trasmisión generacional. La chica rockera hoy también es tanguera y quiere ser un eslabón en la cadena. Eso tiene el tango cuando lo vivís desde adentro: sos parte de algo que te supera.

Es curioso. Cuando escribo lo que se vive en la pista siento que traiciono el espíritu de la milonga, pleno de piel, de sensorialidad y emoción. Como si algo no pudiera transmitir. Por eso te propongo que no hablemos más; hoy es sábado y en Buenos Aires van a desbordar las milongas. Te invito a que esta noche pruebes, a que te animes a dejarte envolver por la música y los cuerpos, que el ritmo hable. Y después, si querés, me contás.